Este relato corto es un ejemplo de crecimiento personal que podría haber llegado un poco antes de haber contado con la información adecuada. Los esfuerzos que hacemos en nuestra vida se vuelven inútiles si antes no hemos definido bien nuestro destino. Pero…
¿Qué le pasó a Roberto?
Aquella mañana Roberto no pudo desayunar. Mientras se anudaba la corbata frente al espejo, una desagradable sensación procedente del estómago iba instalándose en su garganta. No era la primera vez que se sentía así.
Agradeció estar solo. Cristina y sus dos hijos ya se habían ido a trabajar y a la facultad. Tuvo un momento de zozobra.
Se había anudado la corbata cientos de veces a lo largo de su vida, pero por alguna razón aquel nudo se le resistía, su cabeza estaba en otra parte.
Desistió y se sentó en la cama. Era una cama enorme, muy cómoda, acorde con el resto de la casa. Cerró los ojos y respiró profundamente como había aprendido a hacer en aquel taller de meditación al que le obligó a ir su mujer. Detestaba reconocerlo, pero si lo hacía bien, las pulsaciones comenzaban a bajar y la presión del pecho disminuía.
El nombramiento no se produciría hasta las once de la mañana, por lo que el consejo de administración le había pedido que se quedase en casa hasta entonces.
«Disfruta de tu gran día ─le habían dicho─. Descansa, prepárate un buen desayuno y ahórrate el atasco. Te conviene traer tu mejor cara, la foto que vamos a hacerte colgará de esa pared durante años».
Se levantó de la cama, salió del dormitorio y bajó por las escaleras de mármol hasta la planta baja. Se detuvo un momento a contemplar el hogar que su mujer y él habían construido. No le gustaba vanagloriarse, pero pensó en la cantidad de gente que mataría por conseguir una casa como esa, o por los coches que acumulaban polvo en el garaje. Afortunadamente, él no había tenido que matar a nadie para conseguirlo, la única salud que había puesto en juego era la suya. Llevaba treinta años dejándose la piel en la empresa. Eran incontables las horas que le había dedicado, muchas de ellas durante el fin de semana. En ese momento le vino a la cabeza el vuelo que tuvo que coger poco antes de la cena de Nochebuena cuando les reunieron a todos de urgencia para hacer frente al intento de absorción que aquellos malnacidos habían urdido a traición. Sintió una punzada de orgullo al recordar como salieron airosos del atolladero, en parte, gracias a su gestión.
Era el día más importante de su vida, estaban a punto de nombrarle presidente de la compañía. Llevaba años peleando a brazo partido para lograrlo. En pocas horas sería un hecho.
Fue a la cocina y buscó un antiácido en el cajón de los medicamentos. Esa pastillita le había salvado la vida en infinidad de ocasiones. Esperaba tenerlas a mano si por fin conseguían hacer efectiva la fusión con aquella empresa en la que tanto tiempo y dolores de cabeza había invertido. Conseguirlo desde el sillón del presidente representaría su coronación definitiva. ¿O no? Ese pensamiento le sorprendió, aún no se había producido el nombramiento y ya estaba pensando en el siguiente hito.
Soltó una risita melancólica al recordar el día que hizo su primera entrevista de trabajo en la empresa.
«Quién pudiera volver a tener veinticinco años».
Se recordó sentado en la sala de espera de recursos humanos moviendo la pierna sin parar. Estaba hecho un manojo de nervios. Aunque sabía que tenía toda la vida por delante para hacer entrevistas, deseaba aquel puesto con todas sus fuerzas. Si lo conseguía, sería su primer trabajo serio. Mientras recordaba la escena tuvo la sensación de que a partir de ese día no había hecho otra cosa que no fuera trabajar. Hasta entonces había estado trabajando en un restaurante, pero él aspiraba a algo más. No necesitaba ser como esos ejecutivos que lucían trajes a medida y pesados relojes, pero estaba cansado de ser quien les servía exquisitos platos que él no podía permitirse y que ellos parecían no valorar. El nuevo empleo lo cambiaría todo. No tendría un «sueldazo», pero tampoco lo necesitaba. Si conseguía el trabajo, podría irse a vivir con su novia, lo que le haría más feliz que todos los relojes, trajes e impronunciables platos del mundo. Llevaban mucho tiempo planeando vivir juntos, no necesitaban ningún lujo, pero con el sueldo de ambos no les llegaba. Ahora el sueño estaba más cerca que nunca, al otro lado de aquella puerta cerrada.
Roberto caminó despacio por el enorme salón de su casa contemplando la mesa de caoba situada junto al ventanal que daba al jardín de la piscina. Ya estaban en la última semana de septiembre y se dio cuenta de que ese verano no se había dado ni un solo baño. Los últimos meses habían sido una locura en la oficina… Aunque pensándolo bien, no recordaba un mes en el que no hubiera dicho esa frase.
Cuando le dijeron que estaba contratado fue corriendo a contárselo a Cristina. Se abrazaron con más fuerza de lo habitual. Por fin lo habían conseguido, entre los dos ganaban dinero suficiente para poder mudarse juntos a un pisito de alquiler en las afueras. No necesitaban nada más.
Roberto era un hombre inteligente y aprendía rápido. Pocos años después de obtener el empleo se enteró de que había quedado vacante el puesto de jefe de departamento.
─¿Te imaginas? ─le dijo a Cristina─, sería el responsable de un equipo de cinco personas.
A ella la habían ascendido en su trabajo un par de meses antes.
─Si consiguiera yo también el ascenso podríamos pensar en comprar ese apartamento del centro que tanto nos gustó. Me haría tan feliz que tuviéramos nuestra propia casa.
Roberto miró su reloj. Eran las nueve en punto todavía. No entendía muy bien por qué se había vestido tan pronto. Quizá fueran los nervios, o quizá la costumbre. Su vida estaba plagada de rutinas, la mayoría de las cosas que hacía durante el día eran una copia de las del día anterior. Se sentó en uno de los sofás, desanudó los cordones de los zapatos y se los quitó. Estaban impecables, hubieran pasado por nuevos. En realidad, apenas se los había puesto media docena de veces. Miró en todas direcciones como si alguien pudiera verle en una casa en la que solo estaba él y puso los pies encima de la elegante mesa de cristal que había sobre la alfombra. Era una mesita tan cara que ningún miembro de la familia se hubiera atrevido a hacer algo así en presencia de los demás. Pero estaba solo, y ¡qué cojones! Era su mesa, podía poner los pies encima si le daba la gana.
El salón tenía un aspecto extraño desde aquella posición. Comprendió que tampoco pasaba mucho tiempo en ese sofá. A su izquierda había un marco con una fotografía de toda la familia. Uno de sus hijos ─no eran más que unos niños en esa foto─ trepaba por su espalda asomando la cabeza sobre su hombro lo justo para quedar retratado.
«Dios mío. ¿Tanto tiempo ha pasado?»
Ahora sus hijos eran dos adultos más altos que él. Si repitieran esa foto tendría que ser él quien se subiera a la espalda de cualquiera de ellos.
Respiró profundamente y trató de hacer una retrospectiva. Mirando a su alrededor volvió a ser consciente de lo alto que había llegado en la vida y de todo lo conseguido, pero se preguntó si había merecido la pena. No cabía duda de que gozaban de una situación envidiable, lo que se conoce como una posición acomodada, pero su día a día era tan estresante que no podía decirse que su vida fuese precisamente cómoda. Pensó en cómo se había ido reduciendo su tiempo de ocio hasta prácticamente desaparecer. Poseía lujos que apenas tenía tiempo de disfrutar.
«Siempre he tenido claro que esto es lo que ansía todo el mundo, tal vez por eso nunca me he parado a reflexionar sobre ello en profundidad, mi mente debía estar disponible para otras cosas. Una vez exprimida por las exigencias del cargo no iba a extenuarla con “banalidades” ─pensó con ironía─. Resulta que el dinero no es la única moneda de cambio».
Puede que se hubiera resistido a verlo hasta ese momento, pero pasaba tanto tiempo trabajando que se había perdido la infancia de sus hijos. Y a su mujer le pasaba tres cuartos de lo mismo. Tuvieron que ampliar el horario del colegio porque ninguno de los dos llegaba a tiempo para recogerlos. Aun así, hubo que contratar a una persona para que se encargase de ellos hasta que el primero llegase a casa. Se reconoció a sí mismo con rubor que las extraescolares eran otro aparcamiento de niños. Se odió por ello.
Reflexionó sobre la inercia de la vida y cómo se van quemando etapas sin cuestionarnos nuestras propias motivaciones.
«¿En qué momento se pierde la perspectiva? Las infinitas promesas de una vida mejor son el combustible de la frustración».
Cabía la posibilidad de que el nudo de su estómago no se debiese a los nervios por el nombramiento, sino a que su cuerpo, que suele ser más lúcido que la mente, supiera que estaba a punto de subir otro escalón que casi nada podía ofrecerle salvo más recortes de lo esencial.
Recordó con una sonrisa amarga, como el que acaba de darse cuenta de que ha sido objeto de un engaño, las veces que pensó:
«Cuando tenga pareja seré feliz. Cuando tenga mi propio coche seré feliz. Cuando consiga el ascenso seré feliz. Cuando pierda peso seré feliz. Siempre dejando la felicidad en manos de un futuro inexistente. Y la rueda no ha dejado de girar desde entonces: Cuando me nombren presidente seré feliz. ¿Y ahora qué? ¿Cuándo consiga la fusión seré feliz? ¡Es una rueda que nunca se detiene!»
«Si alguien me preguntase si soy feliz le diría que sí, lo suficiente, supongo. Pero no sé si soy más o menos feliz que cuando todo esto empezó. Desde luego que mi felicidad no se ha incrementado en la misma medida que han aumentado mis ingresos o mi prestigio en la empresa».
Tenía claro que era un hombre afortunado por contar con sobrados recursos económicos y una maravillosa familia, pero para obtener lo primero había pagado con lo segundo. Le abatió darse cuenta de todo lo que había sacrificado en esos años, todas las cosas que había dejado de hacer por estar ocupado persiguiendo los horizontes equivocados.
«Si el tiempo es el bien más preciado, llevo demasiados años siendo extremadamente pobre ─pensó─. He caído en la trampa más vieja del mundo, me han hecho creer que en el siguiente escalón me aguardaba la felicidad. Debí darme cuenta de que en el siguiente escalón no iba a encontrar nada más que los cantos de sirena del siguiente. Hace años que Cristina y yo ganamos suficiente dinero como para vivir dignamente. ¿En qué momento me convencieron de que necesitábamos todo esto? ─miró sus zapatos de trescientos euros tirados en el suelo─. No solo la de mis hijos, me he perdido mi propia vida persiguiendo un espejismo. No, no creo que gracias a todo esto sea más feliz que antes de tenerlo. Pero de lo que estoy seguro es de que he pagado un precio demasiado alto para conseguirlo».
Roberto se levantó del sofá y caminó descalzo hasta el piso superior. Sacó el teléfono móvil del bolsillo interior de la chaqueta y llamó a su mujer. Después hizo otras tres llamadas. La cuarta y última fue la llamada que treinta minutos antes hubiera apostado un brazo a que jamás haría.
─Hola Roberto ─la voz al otro lado del teléfono sonó titubeante─. Perdona que no te haya llamado para darte la enhorabuena por el nombramiento, es que…
─Déjate de rollos, Ernesto ─su voz era firme pero conciliadora─, sé que estás jodido porque esperabas que tu nombre hubiera sido el elegido por el consejo. También sé que te han ofrecido la prejubilación. No te lo tomes como algo personal, si te hubieran elegido a ti para ser el nuevo presidente, también hubieran intentado prejubilarme a mí.
─No sé si…
─Ernesto.
─¿Si?
─Calla y escucha: Esta mañana me he dado cuenta de que me he pasado la vida peleando para conseguir algo que ya tenía y que lo he estado poniendo en peligro por buscarlo en la senda equivocada. Me he dejado seducir por la eterna promesa de una vida mejor ─se detuvo un instante y rio ligeramente con la mirada perdida en sus pies desnudos sobre la alfombra de la habitación─. «Mejor» ─repitió─. Deberíamos pensar más a menudo en el significado de esa palabra. ¿No te parece?
─Sin duda, presid…
─Calla.
─Sí, claro.
─Por lo que estoy a punto de contarte sí que deberías darme la enhorabuena. Acabo de pedir que se reúna el consejo de administración con carácter de urgencia para que sea admitida mi renuncia irrevocable al cargo de presidente. Ya sabes lo que eso significa: al ser tú y yo los dos únicos candidatos, la renuncia de uno resuelve el proceso de elección de forma tácita. Ya puedes ir preparando un discurso porque en menos de dos horas van a nombrarte presidente. Enhorabuena.
─Gracias ─dijo con un hilo de voz incapaz de salir de su asombro. Aquel imbécil estaba renunciando a un privilegio al alcance de muy pocos.
─Solo les he pedido una cosa.
─¿Qué?
─Que me concedan a mí la prejubilación.
«El mejor momento para plantar un árbol fue hace veinte años, el segundo mejor momento es ahora».
Proverbio chino.
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